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viernes, 10 de abril de 2009



EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANIA
(18)
…continua…

Una de las acusaciones vertidas sobre el comunismo que más éxito ha tenido en nuestros días entre los intelectuales europeos ha sido la acusación de «totalitarismo», y lo cierto es que experiencias tan nefastas como la del estalinismo en la URSS o la de la «Revolución cultural» maoísta en China han complicado notablemente a los comunistas su autodefensa. Pero no hay que dejarse engañar: lo que la URSS estalinista o la China maoísta tenían de totalitarias no era lo que tenían de comunistas, sino lo que no tenían de democráticas, lo que les faltaba para ser Estados de Derecho.

El totalitarismo económico

Pero esta deficiencia, como veremos detenidamente en el próximo capítulo, lejos de ser consustancial al comunismo, como ha pretendido la propaganda neoliberal, es justamente la deficiencia que el capitalismo ha tenido siempre en común con el estalinismo, el maoísmo y el fascismo. Porque, puestos a hablar de totalitarismo, lo que la mayor parte de los alegatos antitotalitaristas parecen ignorar es que nada hay más totalitario que el propio sistema económico capitalista. Es un error circunscribir el fenómeno totalitario a lo político. El totalitarismo no es sólo ni primordialmente un tipo de ejercicio del poder o un modo de organización y de actuación del Estado. El capitalismo es un «sistema económico» y, sin embargo, es mucho más perfectamente totalitario que cualquier Estado conocido. De hecho, ningún Estado ha mostrado jamás una eficacia totalitaria tan potente y tan profunda como el propio sistema capitalista.

La masa humana

El capitalismo ha convertido a la humanidad entera en una masa homogénea de la que progresivamente se han ido eliminando todas las diferencias culturales, étnicas, religiosas, nacionales. Los individuos han sido convertidos en habitantes desarraigados y erráticos de una «aldea global» que sólo les interpela en cuanto «fuerza de trabajo» y «mercado», y que ya casi sólo en la «clandestinidad» de sus hogares les permite ser otra cosa distinta de eso. A duras penas alcanzan a ser todavía algo más que masa consumidora proletarizable.

La eficacia totalitaria del capitalismo

El capitalismo ha logrado, de este modo, con infinitamente mayor eficacia que todas las fuerzas movilizadas por las «revoluciones ilustradas» del siglo XVIII, liberar a los hombres de toda «heteronomía» arraigada en la religión, la costumbre, el parentesco, la nación o la tradición. Si a ojos de pensadores reaccionarios tan perspicaces como De Maistre, Burke o De Bonald, el proyecto de «emancipación» puesto en marcha por la Revolución amenazaba con reducir a los hombres de los distintos pueblos y naciones a una vacía abstracción, la expansión del capitalismo, por su cuenta, ha dado pleno cumplimiento a esa amenaza. La inédita eficacia totalitaria del capitalismo ha despojado a los hombres de su identidad nacional, religiosa, cultural y sentimental, al tiempo que les ha reducido a una existencia casi totalmente «abstracta», a una realidad escuálida, bidimensional, de la que ha sido virtualmente suprimida toda la riqueza cultural que sobredeterminaba su ser, la antigua densidad inabarcable en la que se extraviaba su conciencia de sí.

El proletariado es una nada social

«Todo lo referido al proletariado –decía, en esta ocasión con acierto, el jurista alemán Carl Schmitt– sólo puede ser determinado de forma negativa. De él sólo puede afirmarse con certeza que no participa de la plusvalía, que no posee y que no conoce ni familia ni patria, etc. El proletariado es una nada social. De él sólo puede ser cierto que no es nada más que humano.» Y, en efecto, la proletarización ha privado a los hombres de todas aquellas determinaciones que los singularizaban, que los diferenciaban de otros hombres y les permitían reconocerse e identificarse precisamente como otros frente a ellos. El capitalismo ha suprimido materialmente un sinfín de «costumbres y hábitos», de «pequeñas pertenencias» y «solidaridades menudas» (Levi-Strauss) que, más allá de su función socio-económica, operaban como vehículos de estabilización y transmisión de diferencias y constituían psicológica y sentimentalmente la subjetividad.

Átomos en el mercado

El capitalismo ha desprendido casi totalmente a los hombres de todos aquellos agregados de relaciones y sistemas de diferenciación, clasificación y jerarquización en los que encontraban, a un tiempo, ubicación socio-cultural y definición, y los ha convertido en átomos flotantes, «intercambiables y anónimos», movilizados por las necesidades de la producción de plusvalor y comunicados entre sí por el mercado. Ningún Estado totalitario ha tenido jamás un poder igualador, homogeneizador, «masificador» y alienante tan grande como la propia economía capitalista.
El capitalismo, como ha dicho certeramente el filósofo francés René Girard, es una suerte de «dinamismo» que «ha arrastrado primero a Occidente, y luego a toda la humanidad, hacia un estado de indiferenciación relativa nunca antes conocido, hacia una extraña suerte de no cultura o de anticultura». En este sentido, la sociedad capitalista es una sociedad que casi no alcanza a serlo:
una sociedad insólitamente «desestructurada», afectada por un grado de indiferenciación tan grande que ya casi no posee el mínimo cultural imprescindible para poder seguir existiendo como tal.

Una sociedad que casi no alcanza a serlo

De ningún Estado, por poderoso y totalitario que fuese, cabe esperar una capacidad de actuación sobre la totalidad del cuerpo social tan amplia y tan profunda como la ejercida por el sistema capitalista. De hecho, éste no se limita a reprimir, explotar y domesticar a los hombres, como el aparato disciplinario de cualquier Estado más o menos totalitario; no se limita a afectar arbitrariamente su vida, como lo haría un régimen simplemente dictatorial.


Estados totalitarios y sistema capitalista

Mucho más profundamente, define a los hombres (como «fuerza de trabajo» y «mercado»), los constituye ontológicamente, establece de antemano –desde antes de su nacimiento– las condiciones de posibilidad de su existencia; disuelve su consistencia cultural y les da una existencia nueva en la que se ven obligados permanentemente a reconocerse. Ningún Estado totalitario alcanza a tanto. Ni la mente del mayor psicópata, ni la de novelistas tan brillantes como
George Orwell, Aldous Huxley o Ray Bradbury, podría imaginar un Estado que cumpliera más perfectamente la función de producir, a partir de la masa social, los sujetos que necesita, y de eliminar o de condenar a sobrevivir en el basurero del mundo al resto inservible de la humanidad. La
Gestapo, los centros de interrogación y tortura, los campos de concentración y de exterminio, no son más que signos de la debilidad y la impotencia que un régimen encuentra para imponer un orden totalitario con tanta eficacia como –sin violencia y con un mínimo gasto de energía– lo impone por sí mismo el capitalismo.

El capitalismo y los campos de concentración

Hoy día, el grado de desarrollo de las relaciones capitalistas de producción y la globalización de la economía han hecho casi innecesarios tales recursos, que, por otra parte, son rápidos, pero caros y muy costosos ideológica y psicológicamente. El capitalismo impone su orden totalitario con infinitamente mayor eficiencia que todos los campos de concentración nazis juntos. Éstos sólo llegan a hacerse necesarios en situaciones excepcionales, cuando se tiene mucha prisa y no se puede esperar a que el capitalismo haga a su propio ritmo su trabajo o cuando un volumen de negocio demasiado grande se ve seriamente amenazado y necesita de una intervención urgente.

El límite de lo inhumano

Sin duda que, pese a todo lo dicho, la gente sigue teniendo familia, parentesco, cultura, religión, patria e, incluso, dignidad, es decir, todo aquello con lo que un antropólogo definiría aquello en lo que consiste una vida humana. Pero no hay que olvidar nunca que, si la gente ha logrado encontrar vías para conservar su humanidad, aunque sea entre los intersticios y las grietas del mercado, ha sido a base de amortiguar, de frenar y de protegerse frente a las presiones de una proletarización inhumana. Un proletario es lo que queda de un hombre cuando lo arrancas de su familia, de su tradición, de su patria, de su vida religiosa y cultural. Como ya decíamos antes, el proletariado se define por una acumulación de negaciones. Sin patria, sin familia, sin dioses, sin parentesco, sin cultura, sin costumbres, sin tener dónde caerse muerto, el proletariado es, como bien decía Carl Schmitt, una «nada social». En el mismo sentido, Marx terminaba el Manifiesto comunista diciendo que el proletariado, que ya no tiene nada, que ya ni siquiera es nada, «no tiene ya nada que perder… excepto sus cadenas».

La nada proletaria y el vacío de la ciudadanía

Y sin embargo –he aquí el quid de la cuestión–, el proletario, a fuerza de no ser nada, se parece en algo al ciudadano. Los dos se parecen en algo muy importante: en su libertad. Aunque, desde luego, no en aquello que pueden hacer con ella. El ciudadano, con su libertad, se propone
poner la sociedad en estado de derecho, es decir, edificar una ciudad con unos cimientos anclados en «el lugar de cualquier otro».

La libertad del proletario y la del ciudadano

El proletariado, con su libertad, no puede hacer otra cosa que plegarse a las exigencias del mercado y trabajar en lo que sea, como sea y por lo que sea; su otra alternativa es el paro, la miseria y el hambre.

Un fatal isomorfismo

Son, desde luego, dos situaciones muy distintas. Ahora bien, si retrocedemos unas páginas atrás, hasta recordar la estrategia que seguimos para definir en qué consistía la ciudadanía, caemos en la cuenta de que hay una especie de fatal isomorfismo con la manera en la que hemos caracterizado al proletariado.
El ciudadano es un ser humano que es capaz de tratarse a sí mismo independientemente de que sea hombre o mujer, rico o pobre, negro o blanco, cristiano o musulmán, ateniense, espartano o persa. Precisamente por eso es capaz de intervenir en el ágora sin usurpar por ello el lugar de las leyes, es decir, sin introducir ahí dioses ni reyes, ni tampoco –como decíamos– «diosecillos» ni «reyezuelos».

El lugar de cualquier otro y el proletariado como nada social

El ciudadano, en el ágora, se obliga a sí mismo a argumentar y, para ello, se obliga a hablar y a actuar como si fuese cualquier otro. Lo que se espera de él es que redacte una constitución y –ya lo vimos en su momento– una constitución siempre hace de alguna manera referencia a algo así como la Declaración de los Derechos Humanos, en donde podemos leer eso de que «toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición». Así pues, podríamos decir que este «independientemente de», este «sin distinción alguna de», es el cimiento –y en cierto modo también el cemento– de una ciudad edificada por obra de la libertad.

Pues bien, es muy cierto que la estrategia que hemos seguido para definir al proletariado ha seguido un hilo conductor sorprendentemente paralelo. El proletariado es una «nada social», es el ser humano enteramente desarraigado: sin patria, sin familia, sin dioses, sin parentesco, sin cultura, sin costumbres, el proletariado, dijimos, no tiene dónde caerse muerto.

El cemento de la ciudad y el aceite del mercado

Ahora bien, mientras el «sin» de la ciudadanía servía de cemento a la ciudad, el «sin» del proletariado no es más que el aceite del mercado de trabajo, la grasa que es capaz de volverlo lo suficientemente flexible para las necesidades siempre cambiantes del capital.

Dos caminos distintos y dos metas incompatibles

En conclusión, cuando se opta por la ciudadanía, se opta por algo muy distinto que cuando se opta por la proletarización. El camino de la ciudadanía se dirige a la edificación de una ciudad de la libertad, en la que todo sea decidido y legislado desde la libertad y para la libertad. Ése es el camino por el que había decidido internarse la humanidad bajo el título del programa político de la Ilustración. El camino de la proletarización, en cambio, desemboca en un mercado de trabajo bien engrasado.

Actualmente, es difícil no ver que ambas metas no sólo no son la misma ni coinciden para nada (como pretendía y pretende el liberalismo económico), sino que, antes bien, se trata de metas opuestas e incompatibles (como ya habían advertido desde el principio los comunistas y los anarquistas). El mejor libro escrito sobre esto (ya en 1944) es La gran transformación, de Karl Polanyi.

La obra de Karl Polanyi contra el liberalismo económico

Es una obra insuperable que deshace los mitos más obcecados del liberalismo, demostrando que, cuanto más ha avanzado la proletarización, más ha retrocedido la ciudadanía. Así ha sido hasta el punto de que, en los momentos históricos en los que la utopía de un mercado de trabajo absolutamente «bien engrasado» ha estado a punto de consolidarse, el tejido social se ha deshilachado haciendo imposible no ya sólo la vida ciudadana, sino, prácticamente, la vida humana
en general (lo que no impide, como es natural, que el hombre siga viviendo, en condiciones inhumanas, una vida inhumana).

Por consiguiente, el «sin» con el que hemos definido la ciudadanía y el «sin» con el que definimos la proletarización, marcan sendas muy distintas para la humanidad. Es cierto, por supuesto, que ambos nombran, a fin de cuentas, la misma cosa, la libertad. Pero esto no tiene nada de misterioso.

Cuando ya sólo queda la libertad

No hay que ver aquí ningún «gran enigma de la modernidad», ni ningún «reverso tenebroso» de la Ilustración. Aquí no hay nada enigmático. Sencillamente, cuando a un hombre se le despoja de todo lo que tiene, hay algo, de todos modos, que no se le puede quitar: su libertad. Un proletario no es un esclavo. Es un sujeto libre que siempre puede decidir firmar un contrato (en lo que sea, para lo que sea, por lo que sea, con el jefe que sea) o negarse a firmarlo, aceptando, por supuesto, las consecuencias (que, por lo habitual, son el paro, la miseria, el hambre, etcétera). El proletario es una persona a la que ya sólo le queda su libertad. Es, por tanto, libre de hacer cualquier cosa, pero en unas condiciones en las que no hay nada que hacer. Es libre de todo, pero en unas condiciones en las que no puede hacer nada (porque carece de los medios para ello). En suma, el proletariado es lo que queda de la ciudadanía bajo las condiciones capitalistas de producción. ¿Y qué queda de la ciudadanía en esas condiciones?

Una ciudadanía proletarizada

Cualquiera puede comprobarlo echando un vistazo a ese desierto de libertades que es el mercado laboral basura, el mundo de las entrevistas de trabajo, de las empresas de trabajo temporal, de las subcontratas, etc. Ahí es posible encontrar lo que es una ciudadanía proletarizada.

Pedanterías filosóficas

Es una barbaridad, por tanto, entender que Capitalismo e Ilustración, o Proletarización y Ciudadanía, son algo así como dos caras de la misma cosa, de tal modo que lo aparentemente opuesto resulta ser lo mismo y, a la postre, resulta no haber nada más «tenebroso» que el imperio de Las Luces (que es el otro nombre de la Ilustración). Estos truquitos filosóficos no son más que pedanterías para incautos con pretensiones. Resultan, han resultado, bastante rentables en el mundo académico y en el mundillo de los intelectuales, porque, en realidad, hace ya tiempo que ahí se premia, más que nada, la habilidad para encubrir los verdaderos problemas y escamotear las verdaderas soluciones. El capitalismo no es la otra cara de la moneda de las libertades ciudadanas. No: es una situación histórica en la que puede encontrarse la ciudadanía, lo mismo que puede encontrarse en muchas otras situaciones. Y es, por cierto, una situación que obliga a la ciudadanía a reducirse a su mínima expresión, pues es una situación en la que la libertad carece de condiciones para su ejercicio, teniéndose que limitar a optar por el paro o el trabajo que se le ofrezca en el mercado.

«El avance de la civilización»

Y sin embargo, es cierto que, desde el principio y hasta nuestros días, la historia ha operado como un astuto prestidigitador que cuanta más ciudadanía nos prometía, más y más capitalismo se sacaba de la manga. Occidente no conquistó el mundo prometiendo capitalismo y proletarización. Cada vez que se topaba con un nuevo pueblo, les ofrecía la libertad y la civilización. Pasaba entonces, en verdad, lo mismo que ahora cuando se pretende que lo que se ha llevado a Irak ha sido la Democracia. En realidad, EEUU e Inglaterra (con la inestimable colaboración de nueve millones de españoles votantes del PP) han invadido ese país, lo han destruido, han matado directamente a doscientos mil civiles e indirectamente, desde los tiempos del bloqueo, a más de dos millones de personas; han sembrado el país de uranio empobrecido, lo que tendrá consecuencias sin duda terribles; han alentado una guerra civil; han violado, asesinado a sangre fría, torturado sistemáticamente; han mentido, mentido y mentido. Sangre por petróleo. Eso sí que va en el lote del capitalismo, no la democracia.

Ejemplos históricos

Así fue desde el principio. Cuando la Corona inglesa invadía la India o el rey belga Leopoldo II se apropiaba del Congo y sometía a su población a un criminal régimen de explotación que provocó más muertos que el Holocausto perpetrado por los nazis, lo que pretendían es que estaban extendiendo la civilización. Decían que estaban llevando la libertad y la razón a esos pueblos semisalvajes o salvajes del todo. La manera en la que se les daba gato por liebre consistía en algo así como ofrecerles el «sin» de la ciudadanía y darles el «sin» de la proletarización. Lo que Occidente promete cuando promete democracia y libertad tiene que ver con la liberación de un sinfín de servidumbres y esclavitudes con las que siempre está trenzada la vida de los seres humanos. Esos salvajes con los que se topaba la Razón occidental, eran siervos, para empezar, de mil supersticiones y fanatismos. Eran siervos de unas tradiciones absurdas y azarosas que en ocasiones imponían ritos atroces y sin duda que criminales, como el canibalismo, el infanticidio femenino, la ablación del clítoris, el matrimonio obligatorio, etc. Eran siervos de unos dioses y siervos de unos reyes. En el centro de sus ciudades no tenían un espacio vacío, sino, más bien, un trono o un templo. Esos tronos y esos templos siempre vienen a vertebrar una vida cultural muy densa, en la que todo tiene su lugar y en la que se es más o menos libre, pero nunca enteramente libre.

La servidumbre cultural y la tarea de la civilización

Entonces llegaban los occidentales (armados con cañones, no con libertades) y conquistaban esos tronos y esos templos y, en el mejor de los casos, legislaban contra todo ese entramado cultural a veces tan criminal y tan absurdo. Ahora bien, en el lugar de los Tronos y los Templos no colocaban precisamente un Parlamento, colocaban un Mercado. Y cuando los pobres indígenas caían en la cuenta de lo que había pasado, hacían el siguiente descubrimiento: antes, vivían más o menos libres y más o menos sometidos, envueltos en un tejido de supersticiones y servidumbres que, mal que bien, les daba de comer.

La cruda realidad

Ahora son enteramente libres, pero ya no para vivir en una sociedad, sino para desenvolverse en un mercado en el que no dan de comer más que a cambio de
dinero. Y cuando empiezan a mirar qué es lo que ellos podrían vender en ese mercado, caen entonces en la cuenta de que, igual que el viento se llevó todas sus servidumbres y sus supersticiones, se llevó también todas sus pertenencias. Lo único que les ha quedado para llevar a ese nuevo centro de sus ciudades es –como decía Marx– «su pellejo» (y lo único que pueden esperar ahí es «que se lo curtan»).

Lo que realmente había ocurrido es que, al mismo tiempo que se les liberaba de sus servidumbres y de sus supersticiones, se les «liberaba» también (pero en otro sentido) de lo que hasta entonces habían sido sus condiciones y sus medios para subsistir. Por ejemplo: al mismo tiempo que se los «civilizaba» se convertía en propiedad privada la tierra que les daba su sustento. Un campesino sin tierra acaba en seguida por transformarse en proletario, es decir, en mano de obra disponible para el mercado de trabajo.

Las condiciones de existencia

El proceso «civilizatorio» con el que Occidente se adueñó de los últimos confines de este mundo, producía sin duda un desarraigo cultural muy grande, lo cual, por sí mismo, podría ser considerado bueno o malo, según se mire; pero es que ese desarraigo cultural no era sino el efecto de un desarraigo mucho más profundo: el que arrancaba a poblaciones enteras de la tierra que les daba de comer y en la que, por eso mismo, tenían tan hondamente ancladas sus raíces. Lo que en el fondo se hacía era separar a la población de sus medios de producción, es decir, proletarizarla.

La Ilustración como coartada del capitalismo

En resumidas cuentas: Ilustración y Capitalismo (Ciudadanía y Proletarización) son dos cosas bien distintas. Si se dieron a la vez y se sirvieron la una de la otra, eso tampoco da ningún derecho a igualarlas. El discurso de la Ilustración fue siempre, sin duda, una tapadera para todos los desmanes del capitalismo. Pero si fue una tapadera es porque no logró jamás ser otra cosa, es decir, porque el proyecto político ilustrado fue, en realidad, derrotado desde sus mismos orígenes.
Sencillamente, bajo las condiciones históricas impuestas por el capitalismo, ese nuevo Cronos que había renacido, más loco que nunca, en el centro de las ciudades, la Ilustración no tenía nada que hacer. Y por eso acabó siendo un discurso y sólo un discurso, un papel mojado.

Un papel mojado

Por supuesto que las bellas palabras de la Ilustración se convirtieron en una coartada y en una mentira. Y es cierto que, como hemos visto, si esa tapadera funcionó fue porque había una especie de isomorfismo entre el «sin» con el que se señalaba la libertad de la ciudadanía y el «sin»
con el que se señala la libertad en el mercado de trabajo.
Esa analogía ha justificado mil y una mentiras y también un millón de crímenes. ¿Qué es entonces lo que había que hacer con ella? Lo que había que hacer, lo que hay que hacer, es denunciar una y mil veces que esa analogía es ilegítima, que es una analogía «mal hecha», que hay gente muy poderosa y muy criminal, además, para la que esa analogía resulta de lo más rentable.

Denunciar la analogía en lugar de alimentarla

Pues no, lo que se hizo y lo que se sigue haciendo es todo lo contrario. ¡Cuántos y cuántos intelectualillos se han hecho de lo más famosos con esa analogía, como si la hubieran descubierto ellos solitos, como si con ella hubieran descubierto el «gran enigma de Occidente», la otra cara de la Luna, el «reverso tenebroso» de la Ciudadanía!

La mayor estafa intelectual de todo el siglo XX

Esa analogía entre Ilustración y capitalismo (fundidos ambos bajo el ambiguo título de Occidente o de Civilización occidental) se ha convertido así en la palanca de la mayor estafa intelectual de todo el siglo XX, una estafa de la que todavía no hemos despertado en el siglo XXI. Ahora bien, la analogía en cuestión no es ningún gran descubrimiento intelectual. Esa analogía la tenemos todos los días delante de las narices, cada vez que en los periódicos, en los telediarios, en el Parlamento, nos hablan de ciudadanía y nos dan más y más capitalismo. Lo difícil no era la analogía, porque el capitalismo mismo está de lo más interesado en repetirla a diario. Lo difícil era explicar su ilegitimidad, explicar por qué se trata de una analogía mal hecha, de una analogía mal planteada. Explicar, por tanto, que no es que el Mal sea el reverso inevitable del Bien, que no es que el capitalismo sea la otra cara inevitable de la tan deseada vida ciudadana; explicar, por consiguiente, que lo que ocurre más bien es que bajo las condiciones históricas capitalistas la vida ciudadana se reveló desde el principio impracticable y que, por tanto, lo que hubo fue una completa e inconfesada derrota del proyecto político de la Ilustración.

La derrota de la Ilustración a causa del Capitalismo

La Ilustración, como estaba previsto desde el principio por Voltaire, necesita tiempo y tranquilidad. Porque sólo estando tranquilos los hombres razonan y pueden, por tanto, ponerse de acuerdo en algo. El sistema capitalista ha sometido a la humanidad a un aceleramiento histórico que
vuelve imposible todo reposo y, por consiguiente, la vida ciudadana en general. Así pues, el socialismo no debería traernos un «hombre nuevo», más allá de la ciudadanía. El socialismo ha de ser, más bien, la ocasión de que las viejas aspiraciones de la Ilustración (que se remontan a Sócrates y Platón) sean experimentadas por vez primera en la historia de la humanidad.

Ycon esto damos paso al último capítulo del libro.


…Continuará….

Gentileza de información alternativa de Nicolás González Maraver

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